martes, 6 de octubre de 2020

Hoy

Hoy me he mirado al espejo nada más levantarme.

Lo señalo porque es algo excepcional. No suelo hacerlo muy a menudo, a no ser que esté buscando algo en mi cara.

Me miro cuando me lavo los dientes, o cuando me peino, o al darme una crema. Pero no me suelo prestar atención.

Sin embargo, hoy me he mirado al espejo.

Y me he visto: mayor, más mayor de como yo pensaba que era.

Pero no por las arrugas que lógicamente van apareciendo. Ni siquiera por el aspecto de mi cara. O por los ojos más apagados.

Me he visto mayor porque de repente la imagen que me devolvía el espejo era la de una señora anciana, a la que yo no creo haber visto nunca.

Tenía el pelo blanco entero, no unas escasas canas que pueden aparecer.

Y lo de las arrugas… no eran unas pocas, era una por todos lados, que se movía sinuosa como una carretera de montaña.

Los ojos más cerrados, como si les costara abrirse.

Me he mirado las manos: ajadas, desgastadas, arrugadas. Esas manos de abuela que nos llenan de ternura si son ajenas, pero que todos parecemos querer evitar, luchando contra los años.

Me he sentido cansada, y algo melancólica. Triste incluso, y una pequeña lágrima se ha deslizado por mi cara, o por la suya.

Porque, ¿quién es esa señora?

Y viendo mi estupefacción la señora me ha sonreído con delicadeza, y me ha dicho, en una voz suave: “se nos ha pasado la vida. Y no te has dado cuenta de la cantidad de días que has dejado escapar, pensando en lo que sería el futuro, soñando en lo que harías. La vida se escapa como el agua entre los dedos de las manos, que por mucho que intentes sujetarla siempre se cuela.

Ahora ya somos mayores, y ni siquiera te has dado cuenta de todo lo que has pasado, de lo que has vivido, de lo que has dejado por vivir.

Solo te lanzo una pregunta: ¿vas a morir feliz?”

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