Jamás creyó en ese tipo de cosas. Que si el mal de ojo, o el chinito de la suerte, la pulsera del amor, la ropa roja en Nochevieja, los amuletos.
Eran a su forma de ver patochadas, de ese tipo de
cosas que no sabes si reír o llorar.
Se enfadaba cuando su madre se santiguaba porque
se había caído la sal. O cuando su primo se ponía nervioso porque se les había
cruzado un gato negro.
Y ella jugaba en los restaurantes con el salero,
para asustar a quien quisiera creérselo, porque no le entraba en la cabeza que
gente inteligente creyera en ese tipo de cosas.
Pero de repente las cosas le empezaron a ir mal, y
su tristeza iba en aumento. Y no pasaba un día sin pensar que algo raro estaba
pasando, que no era normal que todas sus bases vitales le estuvieran fallando a
la vez.
No iba a caer en la tentación de pensar que le
habían echado mal de ojo. No se le pasaba por la imaginación siquiera recurrir
a nada parecido, y mucho menos a intentar “sanarse” con métodos
pseudo-religiosos.
O sí… porque cuando tienes todo perdido, ¿qué más
da probar algo en lo que nunca has creído? ¿Qué más puede pasar?
Cogió su caja de recuerdos, aquella en la que
llevaba años y años guardando cualquier cosa que le serviría para no olvidar
aquellos momentos importantes de su vida. O no tan importantes, porque vistos
en perspectiva eran de lo más tontos. Pero así son los recuerdos, traicioneros.
Encontró lo que buscaba. Una pequeña caja de
madera con colores, un recuerdo de un verano especial. Había comprado en un
mercadillo de una ciudad costera varias cajitas para repartir entre su grupo de
amigas.
Abrió la caja y aparecieron los pequeños
muñequitos. No muy bien formados, ni coloreados. Curiosos. Los muñecos
quitapenas.
Los metió debajo de su almohada y recordó la
canción que cantaban todas juntas entonces: “Los muñecos quitapenas quitan las
penas que tengo. Se las cuento muy bajito y me las curan en silencio. Y debajo
de mi almohada duermen siempre mis muñecos y si tengo alguna pena yo sin ella
me despierto”.
Y mientras la cantaba para sí misma fue recordando
esos momentos, esas risas, esos juegos adolescentes. Y vio las caras de todas y
cada una de sus amigas. Y por primera vez en días cambió las lágrimas por
sonrisas.
Porque los muñecos quitapenas en este caso eran
sus recuerdos, de los grandes momentos compartidos, de un pasado de diversión,
amistad y confidencias. Y sabía que todo eso seguía en su vida, y que sus
amigas iban a conseguir de nuevo sacarla de aquel agujero en el que había
caído.
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