El niño no dejaba de golpearlo, haciendo ruidos
que al principio eran divertidos, pero llegado un momento se convertían en
desagradables.
“¿Cómo era? No me acuerdo, me voy a volver loca”,
pensaba la madre.
Con las manos, con otros juguetes, de un color a
otro, sus deditos eran el instrumento infernal, pero la verdad es que él estaba
disfrutando.
Sonreía, incluso había soltado alguna carcajada.
“Me gustaría tanto saber cómo se llama. Lo tengo
en la punta de la lengua, pero no hay manera”.
En un descuido el nene lo cogió con sus dos
manitas, tan rechonchas, tan infantiles, tan preciosas, y lo lanzó al suelo con
toda la fuerza que puede tener un bebé. El cacharro se partió en pedazos, un
color, otro, el sonido fue estruendoso. Pero por fin se había acabado. “¡Bien!”
La sonrisa de ella se enfrentaba ahora al llanto
del niño, desconsolado por haber roto su juguete favorito de esos minutos.
“¡Ya lo tengo! ¡Xilófono! Eso es lo que tengo que recordar
a los abuelos que no vuelvan a comprarle en la vida”.
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