Como cada jueves salió a dar un paseo por el Retiro.
Misma hora –seis de la tarde-, mismo recorrido. No era el
parque más cercano a su casa, ni siquiera era el parque que más le gustaba.
Pero como cada jueves enfiló la recta que le llevaba a la
estatua del Ángel Caído.
Se sentó en el mismo banco que ocupaba cada jueves, a la
misma hora, en el mismo sitio.
A veces estaba ocupado y disimulaba el tiempo que fuera
posible hasta hacerse con él.
Entonces sacaba su libro, cada jueves el mismo, en el mismo
banco, a la misma hora, en el mismo parque. Y esperaba hasta las ocho.
Y las personas que pasaban quizá eran las mismas, pero ya no
formaban parte de su cuadro perfecto: mismo parque, cada jueves, mismo sitio,
misma hora, mismo libro.
En ese puzzle siempre faltaba una pieza: ella. Quien había
estado aquel jueves de hace 3 años en el Retiro, en el mismo banco, a la misma
hora, en el mismo sitio, con el mismo libro.
Sabía que nunca más estaría allí, pero ese acto era su
pequeño homenaje de recuerdo.
“Nunca olvides el jueves en que nos conocimos. Seis de la
tarde, sentados en este banco, leyendo ambos el mismo libro. Prométeme que
siempre lo recordarás”.
Y él, que nunca había roto una promesa, volvería cada jueves
al mismo parque, a la misma hora, al mismo banco, con el mismo libro, pero sin
ella.
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