A la vida le gusta jugar con nosotros. Nos acaricia en ocasiones para que nos confiemos, y luego cuando te despistas te muerde con fuerza. La vida juguetona.
Conducía a más velocidad de la permitida, por esos lugares
que había prometido no volver a visitar. La música retumbaba y el coche se
movía al ritmo de su sonido.
Apenas se veían las líneas de la carretera. El pie derecho
le dolía incluso de tanto pisar el acelerador. Estaba poniendo el vehículo al
límite, estaba poniéndose él mismo al límite. En una mano el volante, en la
otra el móvil, él grabándose, y en el suelo del coche los restos de una fiesta
poco recomendable si vas a conducir.
Una curva a la derecha, otra más cerrada también a la
derecha, una recta para coger fuerzas y de nuevo una curva, esta vez a la
izquierda. Las ruedas chirrían, el tubo de escape resopla, harto de aguantar
tales embestidas. Y la muerte empieza a asomarse detrás de la vida, mostrando
una sonrisa pícara, sabiendo que el juego ha empezado.
Vida y muerte, a partido único. La muerte sabe que hoy lleva
ventaja, y la vida está un poco cansada de tener que apelar siempre a la heroica,
y marcar el gol en minuto 93.
Por eso hoy lo fácil sería rendirse, dejarse llevar y
aceptar que el camino más fácil es la muerte.
Pero es la vida, y la vida nunca se rinde. Nunca deja de luchar, aunque esté en
el escenario más difícil y frente al rival más complicado. Nunca te abandona,
porque quiere que sigas el juego.
Así que hoy toca echar una mano, en forma de aviso de que la
gasolina se acaba. Y apaga la batería del móvil de golpe. Y deja que él se
relaje y deje de pisar el acelerador, casi ya con el pie acalambrado. Poco a
poco la velocidad baja, y la muerte se retira enfadada consigo misma, por haber
estado más lenta.
Pero es que nunca, nunca, hay que rendirse. Nunca. Porque en
cualquier instante la vida puede querer sacar la cara por nosotros, y es una
pena fallar a quien de verdad nos quiere.
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