viernes, 14 de agosto de 2020

Madrid

Pensaba en ese momento que se quedaría allí para toda la vida.

Las playas de agua cristalina, de arena sedosa, de atardeceres paradisíacos, donde el tiempo pasa como un susurro, y la sonrisa es la mascarilla que llevamos puesta a todos lados.

Donde la felicidad parece infinita y el final del día llega en un vaivén de alegría.

Ahí, ahí se quedaría toda la vida, si no fuera porque en realidad le gusta el ritmo alocado de su ciudad, los coches moviéndose al ritmo del caos, las personas paseando… no, paseando no, corriendo en continuo movimiento. Ruido, estruendo, nervios.

No hay playa. Mejor así: la excusa perfecta para viajar cada año a un lugar con mar.

Llena de gente, llena de vida, llena de odio, llena de amor, llena de incoherencias.

La ciudad donde vive es parte de sí misma, porque su ritmo le ha invadido como un virus, y no quiere frenarse. Quiere seguir adelante, y cada día más seguir aprendiendo a sobrevivir en esta jungla.

Porque también ella es así: llena de vida, llena de odio, llena de amor, llena de incoherencias.

La ciudad y ella son una sola. Son la misma. Son Madrid. Soy Madrid. 

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